CAPITULO IV


La Galerna


Un adelanto del libro que está en periodo de gestación, luego vendrán las galeradas. Despues de una temporada de descanso en estas labores de escribir, he vuelto a retomar las andanzas de Jacobo Soto, "Piloto de la Mar Oceana"



La Galerna.


Una noche de perros, sin luna, sin estrellas, oscura como boca de lobo, con el progresivo empeoramiento del estado de la mar y del viento que ya se advertía como una premonición de lo que podía suceder, azotando al Melpómene por su aleta de babor.
Ocasionalmente la mar empezaba a embarcar por la popa, después de romper sobre el espejo. A medida que avanzaba la guardia de prima, el temporal iba en aumento, volviéndose más frecuentes los golpes de mar en la oscuridad de la guardia. Había llegado el momento de reaccionar ante lo que se podía prever, ya era hora de pensar en salvar el buque y a sus tripulantes sin demorar por más tiempo, había que enmendar la proa, olvidarse de mantener ese rumbo de proa que nos llevaría hasta La Pallice y gobernar a un nuevo rumbo que nos permitiera capear tanta mar.
El escaso trapo con el que estábamos navegando era demasiado para aguantar el bergantín en medio del marasmo de viento y mar, había que aferrar todo el velamen, dormir y trincar las botavaras del palo mayor y del mesana en sus burros, dejando al bergantín a palo seco y salvar la situación únicamente con el tormentín, esa fuerte y reforzada vela de estay del palo mayor, que debería ser suficiente para mantener la proa a la buena, con la ayuda del timón.
Había momentos en los que la oscuridad de la noche no nos permitía ver por dónde venía la mar, la única claridad la ofrecían los salseros de espuma blanca que saltaban por encima de las bordas de barlovento. A duras penas conseguíamos mantener una capa efectiva, con tanto bandazo y con el convencimiento de que íbamos a vencer a estos inmisericordes vientos, gobernando a un rumbo con la proa al NNW, la mar que hasta ahora así se había mantenido, estando a la vista de la Estaca de Bares ya había rolado al WNW, los catavientos no servían de gran ayuda, tan solo nos orientaba de la procedencia del viento y solo con las palmas de las manos enfrentadas al viento nos aproximaba a detectar su procedencia.
Los marineros se movían trincados con sus tiras firmes en sus cinturas, los chicotes trincados a cualquier cáncamo, candelero o barandilla, para asegurarse de no ser arrastrados por los golpes de mar que embarcaba sorpresivamente. La oscuridad de la noche no te permitía ver por dónde te sorprendía el peligro de un golpe de mar, o ser arrastrado por la correntada, conformada por la cantidad de agua que embarcaba por los costados. Tambuchos y portones permanecían cerrados y sellados para evitar que la mar invadiera los espacios de bodegas y sentinas, con el agua que entraba por las fogonaduras de los palos, ya era suficiente para tener que poner a funcionar desde la cubierta la bomba de achique manual, durante la noche la tripulación excitada por la tribulación e infortunio, permanecía alerta ante cualquier orden del Primer Piloto de Mar, Cosimo que con su silbato de ordenes movía a los tripulantes, ya para las enmendadas y trincajes, ya en cubierta como en vergas y bodega.
El viento con su silbar entre los cabos de la jarcia y el quejido del maderamen de la arboladura, apenas dejaba sentir el agudo sonido de las llamadas del silbato de órdenes del Piloto o de los contramaestres.
Entre los chubascos de lluvia y viento navegábamos completamente a ciegas, todos esperábamos el amanecer para poder aliviar nuestras preocupaciones, al menos para poder ver de dónde viene la mar, por donde nos atacaba. Para superar el frio de la noche, que el viento y el agua de los salseros al empaparnos, mantenían los cuerpos destemplados, además de hacer más penoso el moverse con ligereza, este frio solo se aliviaba con el sentir el contraste con la temperatura de la lluvia sobre la cara.
El temporal se nos hacía más largo y más duro, posiblemente fuera porque ya nos habíamos olvidado de la maldad de otros tempora-les que con anterioridad dejamos por la popa.
El cuerpo ya estaba cansado, derrotado por tanto esfuerzo, inconsciente para mantenerse en pie, aguantando el equilibrio y la verticalidad que los balances y arfadas trataban de vencernos, tan solo el ánimo de la supervivencia nos mantenía alerta, con la seguridad que nos daba el haber corrido temporales tan duros como este y que el Melpómene había respondido con toda su fortaleza.
El amanecer tardó en llegar, era solo claridad, ya que el sol durante todo el día permaneció invisible, tapado por las densas nubes oscuras que amenazaban agua y más agua, con la claridad que ya nos permitía ver cómo era este infierno, montañas de mar que se movían en forma de olas, olas sin romper, la fuerza del viento levantaba sobre sus crestas una ligera cubierta de espuma, lo que permitía calcular a que altura estaba sobre la cubierta del Melpó-mene, en ocasiones más alta que la altura de la galleta del palo mayor, así la montaña de agua subía y luego bajaba al bergantín, dócil y obediente al compás del movimiento de tanta mar.
Desde la sosegada intranquilidad, al observar como la mar jugaba con nosotros y con nuestro bergantín, sin poder hacer nada más que mantener las amuras contra la embestida de cada ola, complacido y esperanzado observaba la fortaleza del Melpomene, al capear el temporal, sin oponer resistencia a la llegada de tanta mar, gobernando con un timón de momento operativo al que en ocasiones había que aguantar la caída de la proa con la baderna firme a una de las cabillas de la rueda del gobernalle.
Los refuerzos a los que se había sometido en cubiertas, baos, durmientes y entrepuentes durante su armamento en la contienda de las Trece Colonias, ahora realmente se estaba viendo su resultado, un bergantín fuerte, poderoso ante el embiste de tanta mar y al mismo tiempo dócil y obediente al timón.
Una singladura completa tuvo que pasar para empezar a notar una ligera mejoría del tiempo y de la mar, los chubascos de lluvia intermitentes, de vez en cuando nos sorprendían, ocasionalmente se abrían claros de nubes en el cielo, la altura de las olas ya no eran las montañas de mar del día anterior, que nos parecían paredes insalvables, así entre el optimismo que proporciona el sentir que todo estaba mejorando, con este ánimo, se afrontaba la parte del viaje que quedaba por proa.
Poco a poco, la normalidad empezaba a restablecerse, todavía la mar del NNW se mantenía, haciendo arfar el bergantín, el mascarón ocasionalmente se sumergía en la amorrada, volviendo a emerger al compás de la arfada, lo que confirmaba lo marinero que era el velero.
Habíamos estado capeando durante sesenta horas, aguantando la proa a la mar con dos cuartas abierto por babor, sin avantear o avanteando muy poco, pero con toda seguridad el Melpómene habría derivado unas cuantas millas en dirección ESE, que habría que determinar cuando el sol asomara sobre el horizonte, o esperar a que su azimut marcara exactamente el sur de la magnética.
El control de la ampolleta del timonel ya no era de fiar, el temporal había hecho perder al timonel la secuencia del moler de la ampolleta, por lo que los cambios de guardia entre los tripulantes ya era un verdadero descontrol, teniendo que volver a regularse al mediodía, cuando el azimut del sol marcara en el mortero de la alidada los 180º.
La navegación de estima se retomó cuando el sol nos permitió medir su distancia zenital, a la que, al restarle su declinación, la que nos marcaba para este día de octubre el Regimon-tano de Ephemerides Astronómicas, se pudo determinar el paralelo de latitud, estimando una deriva ESE de una milla por hora de mal tiempo, desde la última situación estimada, anterior al comienzo del mal tiempo, se volvía a poner al Mascarón de proa mirando hacia La Pallice, o en su defecto, recalar en las proximidades, sobradamente conocidas por haber recalado en ocasiones anteriores, la Isla de Ré sería la referencia para encontrarnos en el lugar de recalada.