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" LARGA TODO"

"LARGA TODO"

 

CAPÍTULO XXVI

 El Temporal.

Se acercaba el ocaso, la guardia de tarde prácticamente ya se había consumido, el viento fresquito que durante el día se había mantenido del noroeste, al cambio de guardia después de escuchar la saloma del timonel anunciando el cambio de guardia, que cantando sonaba:

 - “Buena es la que se va.

- Mejor es la que viene.

- Una es pasada.

- Y en otra muele.

- Buen viaje haremos.

- Si Dios lo quiere“,.

Al finalizar su saloma, el sonido del viento nos volvió a la realidad, que ya empezaba a refrescar.  En tanto ya se empezaban a observar los borreguillos cabalgando sobre unas incipientes olas de viento que poco a poco empezaban a cubrir de blanco la mar, anunciando un empeoramiento del tiempo, la proximidad de la noche presagiaba  la aparición de los fantasmas del miedo a la oscuridad y a los golpes de mar que rompen sobre el forro, con la imposibilidad de verlos venir y que podían dañar el bergantín o su jarcia, la perspectiva del correr de las guardias de mar iba a ser movida e inquietante.

Un viejo bergantín, robusto y valiente cuando se gobierna con tino, con su poderoso tajamar sobre la roda, que por tanto tiempo, abrió miles de millas sobre la amarga llanura de la mar, unas veces calma, otras veces encrespada, pero que siempre nos ha llevado a buen puerto, ahora se tenía que enfrentar a toda la inmisericorde fuerza de la mar, sin ningún resguardo, solo las plegarias de sus tripulantes aliviarían sus inevitables padecimientos.

De sus tres palos, con tanto viento, su única debilidad la soportaban sus mastelerillos cuando estaban guarnidos con su trapo, con el viento arreciando, los sobrejuanetes se oían gualdrapear y los mastelerillos se veían cimbrear, eran la señal de alarma, un aviso que obligaba a aferrarlos. El chiflo ordenaba a los juaneteros a saltar sobre los acolladores y gabear por los obenques hasta llegar a las vergas del sobrejuanete y situarse sobre sus marchapiés para aferrar el trapo. Esta operación con la luz de día era fácilmente realizable, en la noche y con la mar rompiendo sobre el forro, con los  chubascos de lluvia y viento soplando y golpeando sobre sus caras, el frio atenazando las manos, entorpeciendo las maniobras de amarre, además de otras consideraciones y cuidados que había que tener en esas alturas, se hacía extremadamente peligrosa, pero que ninguno de los  juaneteros rehusaba.

Afortunadamente el mal tiempo nos iba a alcanzar alejados de la costa, lo que suponía que nuestro fracaso no nos llevaría a encallar sobre las rompientes de la costa, en donde el desastre sería total, no oiríamos la fatal maldición del marino  que ninguno quiere oír, “Rompientes a sotavento”. El naufragio en alta mar no dejaría rastro ni del bergantín, ni de sus tripulantes, solo con el tiempo algunos de nuestros restos arribarían a cualquiera de las playas como únicos y mudos testigos de la tragedia que sorprendería a quienes los hubieran descubierto.

Mientras se espera lo duro de la tormenta, cualquier cambio en la dirección e intensidad del viento queda en la memoria presente, siguiendo sus variaciones, mientras tanto se manda aferrar el trapo de cada palo, entra en juego la posibilidad de capear el temporal, largando el tormentín para gobernar la nave sin someter a los palos a los grandes esfuerzos sobre las carlingas y  fogonaduras.

A medida que nos adentramos en la oscuridad de la noche, los ruidos y chirridos de las maderas que componen el armamento, son más nítidos y alarmantes, sin ver como golpea la mar, la imaginación te advierte exactamente de donde provienen cada uno de los ruidos y las averías que se pueden producir, al mismo tiempo en cubierta la bomba de achique del agua de la sentina, labora sin descanso para mantener en todo lo posible las bodegas sin agua, esa agua que los golpes de mar embarcan sobre cubierta y que los imbornales no son capaces de aligerar.

En la dureza del temporal, cuando las condiciones parece que son insalvables, en un solo instante, es cuando se despiertan los miedos, miedos a la inseguridad, a la fatalidad de perder la nave y posteriormente a perder la vida, sin tener la posibilidad de poder descansar en cualquier quintana que nos acoja en sagrado, los temores a perder la vida los tiene un marino tan asumidos que no le suponen una gran frustración, al aceptar que es un designio de Dios, que le ha reservado un final en el que la voluntad del marino nada puede hacer, sabiendo que la mar es como un purificador de culpas y pecados, que en vida nos han ocupado. Nos quedaba el consuelo a los creyentes de que ya en el año de 1506, el Papa Julio II concedió indulgencia de salvación a los marinos que en sus viajes a través de La mar Océana, invocaban a Dios en el trance de la muerte.

Los cielos negros, los salseros de la mar que rompía en las amuras, el agua que embarcaba por proa recorriendo toda la cubierta hasta los imbornales de popa, que a duras penas tenían tanta capacidad de desagüe, en ocasiones el casco del bergantín parecía que se había sumergido en el rebumbio de tanta mar que había embarcado, eran momentos de angustia en los que todos esperábamos que volvieran a verse las tablas de cubierta, episodios que se repetían cada vez que embarcaba tanta mar, al mismo tiempo los balances que la mar de costado nos producía, ponía en peligro la integridad de la carga en bodega, temiendo que el trincaje de los bultos faltara y produjera una grave avería en el forro, bulárcamas o palmejares en bodega, debilitando el casco,  lo que supondría la muerte del bergantín, la “navis fractio”  sería inevitable o lo que es lo mismo “el naufragio” sería inevitable.

Después del temporal viene la calma, decía Matías que me había asegurado que este sería el último de los temporales que su Dios le había reservado, tanto si salíamos de el cómo si no.

Eran muchas horas de mal tiempo, con el timonel amarrado a la rueda del timón, que en ocasiones se tenía que ayudar por la fuerza de otro hombre, para poder aguantar el gobierno de la nave, evitando quedar atravesado a la mar, así poco a poco, molían interminables las vueltas de la ampolleta, hasta que la claridad del amanecer empezaba a asomar por levante, el crepúsculo náutico en su claridad nos desvelaría el estado de la cubierta y aparejos, además de las averías que la mar hubiera producido, cabillas, aparejos y algún que otro cuadernal que se habrían perdido, como algo inevitable.

Aunque la mar no había amainado, con la claridad del día, había que reforzar el gobierno del bergantín con mayor decisión para no verse a merced de tanta mar y viento, había que aprovechar la fuerza del noroeste en nuestro favor, con el mayor trapo que la mar nos permitiera, arriando el tormentín y facheando el trapo del trinquete y en calzones por sotavento el velacho bajo y la trinqueta, así con el timón de orza, se aguantaba la proa al viento, ganando millas hacia el norte, en donde estaba nuestro puerto de destino.

La luz del día ya nos permitía ver cómo nos golpeaba la mar, como distinguir entre el rugir del viento, también entre las maldiciones y las oraciones de algunos de nos tripulantes, quejándose de su destino o implorando su salvación, al final la persistencia de tantos ruidos, los del crujir de la arboladura y el gualdrapeo de las velas, entre todos tapaban tanto descontento, mientras tanto en los sollados de la maestranza y camaretas, el mayor desorden se había apoderado de estas estancias, como tributo al mal tiempo.

Las arfadas y balanceos eran continuos, las piernas para sostener el cuerpo y los brazos para no verse desplazados por la cubierta, ya estaban cansados de luchar contra la inestabilidad del cuerpo, el instinto de supervivencia era el que nos mantenía alerta, habíamos navegado algo más de dos días en el temporal y la latitud poco había variado, no más de veinte minutos medidos en el margen vertical de la carta de navegación, lo que son veinte millas más al norte, todavía quedaban muchas millas hasta llegar al desino.   

  

 

Temporal duro

Temporal ya sin juanetes y sobrejuanetes.