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ISLAS BERLENGAS

CAPITULO XXII

Islas Berlengas.

El puerto de Nova Bragança había quedado por la popa, la barra de arena de la bocana no había supuesto ninguna contrariedad. Solo eran los recuerdos de sus callejuelas, canales y mercados, los que me llevaba de la ciudad, los que me acompañarían durante la soledad de mis guardias de navegación.

Mi responsabilidad durante la guardia de mar era mantener la derrota que Downfelt había ordenado seguir, “sur cuarta al sudoeste”, mi decisión fue mandar arbolar el trapo justo  para navegar con el viento por largo.

El tajamar de la roda, abría un surco de espuma, que pareciera estaba dividendo la mar en dos hemisferios, uno por babor y otro por estribor. El de babor, era el que correspondía al de la costa portuguesa, que en principio y hasta llegar a la altura del cabo Carvoeiro, era llana y conformada por largos arenales que hacían difícil identificar a qué altura de la costa el Melpómene navegaba. El de estribor correspondía al de la inmensidad de la mar abierta al gigantesco Océano.

La rutina era siempre la misma, guardia de mar tras guardia de mar, hasta arribar al siguiente puerto. En la navegación se seguía manteniendo el serviola en su cofa, la del palo más alto, el palo Mayor, para que ningún buque, sobre el horizonte pasara desapercibido y que pudiera sorprender a Downfelt y a su tripulación.

Tan solo una singladura y media después de la salida de Nova Bragança, el serviola avista por la proa, abierto una cuarta por babor, unos inapreciables promontorios sobre el calimoso horizonte y que Matías rápidamente reconoció.

Promontorios, piedras y rocas que Matías  identifico como las Islas Berlengas, un poco más abiertas por estribor se distinguían las Islas Estelas y un poco más al oeste las piedras Forcadas, todas ellas sobradamente conocidas por Matías, que no tardó mucho en relatar las historias que hacían referencia a estas piedras y sus marinos.

El sabía por experiencia que estas historias a los inexpertos Pilotos de Mar, no les eran indiferentes, que siempre las recordarían y lo más importante, es que tampoco olvidarían al viejo Matías, mientras pisaran la cubierta de un velero cuando volviera a navegar por estas aguas.

Downfelt escuchaba con interés y simpatía, lo que Matías contaba, que la mayoría de las veces adornaba sus relatos con la fértil imaginación de un sabio o de un mentiroso viejo lobo de mar.

Al pasar por el canal de las Berlengas, por el costado de Estribor se veía la Berlenga Grande, con un visible castillo o fortaleza, que llamaba de Sao Joao Baptista, que anteriormente había sido el monasterio de Misericordia de Berlengas, bajo la advocación de San Jerónimo, cenobio para socorrer a los náufragos de estas costas, donde los naufragios eran habituales por la cantidad de barcas y faluchos de pesca y de algún velero de línea, al no poder sortear las piedras, abatidos por los vientos y por las condiciones de mal tiempo, muy comunes en la zona.

En su época de Monasterio había sido repetidamente acosado por corsarios ingleses y bereberes, por lo que muy pronto pasó a convertirse en fortaleza militar, como de defensa estratégica de esta costa portuguesa.

Aprovechando el interés con que escuchábamos sus historias, Matías disponía de una gran oportunidad para tratar de dignificar a sus compatriotas portugueses, relatando las hazañas e historias que se adaptaban a los grandes valores que él les suponía.

Cuando dejo de ser Monasterio de los Jerónimos, para convertirse en baluarte militar, contaba con una dotación de solamente veinte hombres para su defensa. Contaba Matías que en el año de 1666 con tan solo los veinte soldados, repelieron el ataque de una flota de dieciséis buques Españoles con una dotación de más de veinte mil hombres. En los ataques, estos veinte portugueses, causaron más de quinientos muertos, entre las tripulaciones de los buques españoles, por tan solo un portugués herido. Cuando finalizó el relato, Downfelt le comento con sorna y bromeando, que el herido seguramente era un español camuflado.

No paró de contar historias sobre la existencia de incontables tesoros que escondían las cuevas marinas que se encontraban en los  diferentes farallones alrededor de las islas, en donde los piratas escondían los tesoros robados a los buques que se movían de sur a norte por estas costas, provenientes de las rutas del comercio de las especias en su regreso a los puertos holandeses, así como los tesoros que la Orden de los Jerónimos habían acumulado en tierras portuguesas desde hacía mucho tiempo.

Eran cuevas infranqueables por la fuerza de la mar al romper en los farallones y que además, estaban guardadas y protegidas por los “Mouros”, unos maléficos y embrujados guardianes de las profundidades de estas cuevas, que se repartían por estas islas.

Matías tenía como buena costumbre, mientras contaba sus historias y otros de sus muchos conocimientos, repartir los duros bizcochos que cocía en sus fogones y que mojados en vino hacía más llevadero soportar su variado magisterio.

Los sobresaltos de Downfelt al navegar por estas aguas, eran más comunes de lo que quisiera, ya que la posibilidad de observar corsarios, que esperaban al acecho a los veleros de la Compañía de Las Islas Orientales Holandesas en su ruta de regreso, cargados de todo tipo de riquezas y especias con destino a los puertos del Norte de Europa, era más común que en cualquier otra zona del Océano.

Más protegido se sentía Downfelt durante la noche, que seguía con su voluntaria e invariable costumbre de navegar en la oscuridad, sin ninguna luz o candela que lo delatase, además de la protección que le daban unas velas negras al mimetizarse con la negritud de la noche.

El revuelo de las gaviotas que acompañaban por popa al Melpómene, alegraban su marcha hacia los mares del sur, siguiendo la estela del bergantín, a la espera de los restos y desperdicios de los ranchos que los marineros arrojaban por la popa y que eran suficientes para que los graznidos de tanta gaviota, llamara mi atención e incordiara la tranquilidad de los marineros del sollado. Un espectáculo asegurado, mientras el Melpómene, navegara a la vista de costa, que ya había cambiado su aspecto de costa baja y arenosa, tornándose en abrupta y con altas paredes verticales que frenaban la fuerza del viento y de la mar en su primer contacto con tierra.  

Comentarios recientes

05.10 | 14:38

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