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FUEGO DE SAN TELMO EN LA ARBOLADURA

CAPITULO XVIII

 El fuego de San Telmo en la arboladura

 La calma total de las singladuras anteriores había dado paso de un tiempo fresco a frescachón, hacía días que el Capitán había dejado de ver los pajarillos en su migración hacia las tierras del sur, lo que le aseguraba que la costa estaría lo suficiente lejana para saber que ya se encontraba en pleno gran océano. El viento y la mar ya no era la que había dejado en el gran golfo de Guinea, ahora la realidad era completamente distinta, el viento fresco nos mostraba una mar más movida, los blancos borreguillos ya se veían cabalgando sobre las crestas de las olas, el velero cabeceaba al ritmo que le imponía la mar que recibía por la aleta de estribor y el Capitán se sentía satisfecho y sonreía al escuchar el ruido que proporcionaba el esfuerzo de los palos sobre sus fogonaduras, orgulloso de llevar sus velas llenas de un viento que lo estaba acercando poco a poco a las costas del Nuevo Mundo.

Las nubes corrían también hacia poniente, como si acompañaran al bergantín en su viaje transoceánico, corrían con bastante más velocidad que el velero sobre la amarga inmensidad del mar. Sabía que a medida que se fuera ganando norte, las condiciones meteorológicas irían empeorando, lo que alteraba de más a los esclavos que dormitaban en los entrepuentes de la bodega, sufriendo convulsiones debidas al mal de mar, convulsiones que desconocían totalmente, provocando sus vómitos que empeoraban las condiciones higiénicas de sus celdas, enviciando todavía más el aire de la bodega, que de por sí, ya era irrespirable. Eran los esclavos los que se veían más afectados, sin duda por la debilidad que estaban acumulando, causada por la pobre alimentación y la poca agua que se les suministraba.

Todavía era invierno, las horas de luz en la zona de trópicos, eran iguales a las horas nocturnas, pero el cielo cubierto con un espeso manto de nubes, un filtro que no permitía el paso de la luz, hacía que el atardecer le robara horas de luz al día, así el Melpómene, con frescachón por la proa, navegaba hacia la oscuridad de la noche tropical.

La experiencia de Downfelt le servía para poder prevenir las situaciones adversas a las que se tendría que enfrentar con su agradecido bergantín-goleta. Cuando la persistencia observó la persistencia de las nubes que cubrían el cielo, el calor, propio de las latitudes tropicales, y el viento, que no había amainado durante los días anteriores, intuyó que una tormenta se estaba aproximando. Downfelt reunió a sus pilotos de mar y contramaestres, Catón, Mondag y Moncado, para anunciarles la proximidad de una tormenta durante la noche, por lo que ordenó a sus pilotos se preocuparan de arranchar el velero para el temporal y controlar a la dotación ante las posibles emergencias, mantener la estanqueidad del bergantín con sus encerados en las tapas de escotillas, supervivencia de la cabuyería, cadenas de anclas trincadas, bomba de achique preparada para su uso, a los contramaestres revisar las jarcias de sus correspondientes palos y tener sus tripulaciones debidamente alerta para maniobrar el velamen durante la tormenta.

Se hizo noche rápidamente, la falta de luz se suplía con unos pocos fanales colgados bajo las perchas de los palos para tenerlos a mano cuando tuvieran los marineros que trepar por los obenques, y tener la mejor visión de la jarcia del palo que tendrían que rectificar. El cielo estaba cubierto en su totalidad, solo de vez en cuando se apreciaba un roto entre las nubes, por donde asomaba la luz de alguna estrella, que al Capitán le costaba identificar.

El temporal ya estaba haciendo presencia sobre el bergantín, entre los ruidos del viento sobre el velamen y cabos de jarcia, estay, obenques, drizas, amantillos, escotas de las velas, etcétera.. Con el fuerte viento, apenas se podían distinguir las órdenes de los silbatos de los contramaestres y Capitán, para ello los pilotos de navegación, no hacían más que repetir a base de pitidos todas las órdenes del Capitán. A menudo, embarcaba la mar por las troneras e imbornales de la amura de estribor, agua que barría completamente la cubierta de proa a popa, agua que se llevaba por delante la suciedad acumulada de tantos días sin llover, y que Avalo y yo no habíamos limpiado.

El viento arreciaba cada vez con más fuerza, por lo que el trapo alto de los tres palos se aferró en sus vergas, quedando el trinquete a palo seco, el palo mayor y mesana con sus cangrejas correspondientes, así Downfelt podía capear el temporal que ya era duro, recibiendo la mar por la amura de estribor, y con el trapo suficiente para poder gobernar el bergantín, que se veía como un diminuto corcho flotando sobre la mar y a merced de los vientos.

Entre la lluvia y los salseros que embarcaban, con la gran cantidad de agua que corría sobre las tablas de la cubierta superior, se hacía muy difícil moverse para llegar a los obenques de los palos y poder subir hacia las vergas.

La bodega debía de ser un infierno, en donde la oscuridad era total, ya que se habían retirado los pocos candiles que colgaban en los baos, para evitar posibles incendios, los ruidos de los golpes de mar sobre la amurada, asustaban a los esclavos de tal manera, que algunos, intentando soltarse de sus grilletes, dejaban a la vista tobillos y muñecas descarnados, la sangre manaba de las heridas, las madres llorando con sus hijos en brazos y gritando por sus vidas, los calderos en donde se les ponía el agua y la comida, corrían sueltos de babor a estribor al ritmo de los balances producidos por los golpes de mar que vapuleaban al Melpómene.

Era la primera noche que había vivido de mal tiempo, realmente estaba muy asustado, todo estaba oscuro, como boca de lobo, no se podía ver por dónde venía la mar, la única claridad provenía de la espuma formada por los salseros, que se formaban al golpear la mar en la amura de estribor, que al romper contra la tapa de regala, el agua se expandía como un abanico de espuma que al caer sobre cubierta arrastraba todo lo que no estaba debidamente trincado. Esta espuma blanca era la única claridad que se podía aprovechar sobre la cubierta principal en la negra noche.

Estaba comenzando la guardia de prima, ya se había oído el tañer de la campanilla del timonel, cuando Downfelt observa la aguja magnética con fuertes oscilaciones, que no permitían fijar el rumbo al que se estaba gobernando, el bergantín seguía ciñendo navegando a pesar de la crudeza del temporal que a duras penas el timonel podía mantener, habían pasado cuarenta guardias desde que Downfelt había cruzado el ecuador, por lo que consideraba que las vibraciones no se debían a las perturbaciones magnéticas propias del ecuador y sus proximidades. También había notado que al acercar su desnudo brazo a la bitácora, los vellos se le ponían de punta, lo que le recordó, que cuando las tormentas traen rayos y truenos, los palos de la arboladura se iluminan con una débil claridad en los penoles y extremos de las vergas, que no dejan indiferentes a los marineros de cubierta y mucho menos a los que sobre sus guardapiés, se encuentran en las vergas del palo trinquete para manejar la trinqueta.

Los marineros de cubierta, al observar esta claridad, comenzaron a interpretar semejante luz, como el anuncio de sus desgracias ante semejante temporal y que era debido a los ritos de vudú que hacían los esclavos desde sus enclaustradas jaulas en donde Mondag los había engrilletado. Ni Avalo ni yo habíamos visto nunca semejante pálido resplandor en los penoles de la arboladura, por lo que estábamos un poco amedrentados, temiendo que los hechizos de los esclavos pudieran condenarnos al naufragio.

No tardó mucho en que el brillo de penoles y extremos de la arboladura, alcanzara todo el maderamen del palo mayor, el palo más alto, un resplandor que duró muy poco tiempo, y que rápidamente se difuminó, terminando por desaparecer.

Tuvo que ser Matías, nuestro cocinero portugués el que nos contó que esa claridad, que se podía ver en las noches anteriores al temporal o a veces durante el temporal, ese pálido resplandor y claridad en la arboladura del velero, que conocían como Fuego de San Telmo, era la manera en que San Telmo, el patrón de los marinos, a los que bajo su protección, avisaba de la proximidad del temporal, ayudándonos a salir airosos de los malos tiempos para poder contarlo en el puerto de recalada. Matías nos decía que los españoles, portugueses e italianos les habíamos robado el honor de esta protección a San Erasmo de Formia, que los holandeses llamaban Elmo, eran los tiempos en que el Duque de Alba se había hecho con las tierras de Flandes.

Comentarios recientes

05.10 | 14:38

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