Capitulo XII

PAÑUELO BLANCO

Os preesento el Capitulo XII del proyecto de novela "Pañuelo Blanco" 

CAPITULO XII 

 El  Carenado

La primera visión de la línea de costa, de playas de arena blanca, bajo una verde franja estrecha y frondosa de selva, sobresaliendo las esbeltas palmeras a muy poca distancia de la orilla del mar, me produjo una sensación de tranquilidad y seguridad, al haber conseguido llegar a tan lejano destino.

Después de veintitrés días de ver mar y solo mar, de escuchar sus mil sonidos, de oler su salitre, además de haber casi olvidado la sensación que produce el pisar tierra firme, la primera necesidad que pasó por mi confundida mente, fue la de recuperar la normalidad perdida en el bergantín, queriendo volver a pisar la seguridad que da el firme de tierra, aunque sepas que esta necesidad será efímera, durando el poco tiempo que tarde el Capitán en ordenar que el velero zarpe nuevamente a la mar.

Downfelt sabía de un fondeadero de lecho arenoso y aplacerado a tres leguas al sur de Pointe Noire que llamaban Djeno, en donde ya había hecho otras varadas en viajes anteriores, para hacer el carenado del casco. Con decisión arrumba hacia este fondeadero, aprovechando la media marea y con muy poco trapo, solamente el velacho bajo del trinquete y cangreja de mesana, navega hasta la playa de fondeo, con el ancla de la esperanza preparada por la popa.

Poco antes de llegar al fondeo, ordenó arriar el chinchorro con el segundo piloto y cuatro marineros, con el objeto de ir sondando con el escandallo las brazas de agua que había por la proa del bergantín y que anunciaba al Capitán con su silbato, el Capitán ya sabía que el fondo era de arena, lo cual no supondría un gran esfuerzo para reflotar el buque en su momento, cuando la marea llegara a la pleamar.

Cuando el segundo piloto marcó una braza de agua bajo la quilla, Downfelt manda fondear el ancla de la esperanza de popa, dejando que el cabo del ancla quedara lo suficientemente amollado para que no parara la arrancada del velero, todavía con el velacho bajo en el trinquete con una velocidad mínima. Downfelt, con el dedo pulgar sobre el oído y el meñique de la misma mano sobre la bitácora, estaba esperando escuchar el ruido que hace el rozamiento de la roda con el fondo hasta que este ruido deja de sentirse, para calcular la distancia recorrida por la quilla sobre el fondo, es ese el momento en que manda arriar el trapo del trinquete, quedando el velero a palo seco, solamente los palos apuntan al cielo. En el momento de varar, los palos mayores temblaron anunciando el momento en que el buque queda varado y sin arrancada avante, ahora solo había que dejar apuntalado el velero cuanto antes con unos tangones por cada banda, aguantando el buque adrizado y esperar a que la marea bajase totalmente.

Cuando la marea había llegado a su mínimo nivel, el buque quedó en seco a una distancia de la playa de no más de sesenta varas, lo que no suponía un inconveniente para acercar al costado del Melpómene los listones de madera, para empezar con el carenado y cambio de las tiras del forro dañadas por la broma. Por la popa se veía el ancla de la esperanza en seco, a una distancia de unas ochenta varas, más o menos una eslora y media de recorrida, para una vez la pleamar reflotara el buque, se viraría el cabo del ancla para poder sacar al buque del fondeadero.

Solamente un día fue necesario para cortar la madera necesaria para la reparación, que proporcionó un carpintero de rivera de Pointe Noire. Las medidas y el corte se habían hecho con la supervisión del maestro carpintero del palo mayor, mientras estos trabajos ocurrían en la carpintería de rivera. En la playa la totalidad de la tripulación a golpe de silbato se dedicaba a rascar y desincrustar el caramujo yalgas del forro del velero, con sus rasquetas y gubias, poco a poco iban dejando el casco limpio de incrustaciones, desde el azafrán del timón hasta el tajamar de la roda, un trabajo organizado, rápido y efectivo, bajo el control de Downfelt, al tener que aprovechar solamente los períodos de la bajamar para hacer esta limpieza.

Downfelt sabía que cada veinticuatro horas y cincuenta minutos, se producían los dos ciclos de marea, por lo que el tiempo para este trabajo reducía a poco más de seis horas con luz, que empleaba exclusivamente para trabajar sobre la obra viva del casco, el resto del tiempo lo aprovechaba para rascar y decapar las partes de la obra muerta del casco, para que los trabajos no se prolongaran más del tiempo programado.

A pesar de su experiencia, Downfelt, no contaba que el acercar los listones al costado del velero le iba a retrasar la finalización del carenado, todo debido a que en la zona de la costa de Djeno, en donde habían fondeado, los nativos acosados por la presencia de los negreros, a la caza y captura de esclavos, hacía días que habían abandonado sus chozas y cabañas, para no ser objetivo de este habitual y malvado comercio. No iba a ser esta la causa por la que el velero demorara sus trabajos, por lo que Downfelt decidió que el primer piloto, con los marineros del palo trinquete, fueran en busca de los listones de madera ya terminados y traerlos al costado del buque. Entre el grupo elegido me encontraba, por lo que por fin, iba a sentir la sensación de volver a notar en mi cuerpo la sensación casi olvidada de pisar tierra firme.

El primer piloto, organizó la expedición con ocho hombres, recordándoles la necesidad de llevar zapatos duros y que nos olvidáramos de las blandas alpargatas de esparto habituales de uso a bordo, además nos proporcionó un machete y un mosquete con munición para cinco tiros a cada uno de nosotros, advirtiendo que no eran las fieras los peligros que nos podrían acechar, el más importante vendría de los peligrosos negreros o de los nativos, pensando que nosotros éramos los negreros que íbamos en su captura. Cuando recibí el mosquetón, me acordé de mi navaja de marinero que me había dado el Capitán, pensando que posiblemente sería el refuerzo que me podría ayudar en caso de un peligro cercano.

Al amanecer posterior a la cuarta marea, se formó la expedición para traer los listones de madera para substitución de los afectados por la broma, expedición que se puso en marcha abriendo el sendero y como cabeza, el primer piloto, detrás en fila, los marineros por orden de fortaleza física, por lo que a mí me tocó como siempre, ser el último de la lista, con la única ventaja al avanzar, el de tener el camino abierto, sin apenas maleza que esquivar.

El camino se hizo al principio por el linde de la playa con la selva a lo largo de media legua, hasta llegar a una calva de la foresta de donde partía un sendero ya prácticamente invadido por la maleza, que poco a poco parecía que se iba comiendo los rastros del paso. El Piloto, a medida que se iba avanzando, iba nombrando en alto cada uno de los nombres de los marineros que formábamos la expedición, teniendo que contestarle a medida que íbamos oyendo nuestro nombre, sin duda para saber que estábamos en la fila y enteros de fuerza y ánimo.

Al final del camino, nos estaba esperando el maestro carpintero, con las cuatro piezas de madera a sustituir, estaba solo y aterrado, puesto que había pasado la noche en compañía del carpintero de rivera que le había preparado los tangones en su aserradero al aire libre, aserradero atendido por varios nativos de la zona que estaban esclavizados por el carpintero. Su miedo se debía a la presencia durante la noche de fieras y animales libres a los que no estaba habituado, aterrado por el miedo a ser devorado.

El camino hasta llegar al costado del buque se había hecho más largo que el de ida, quizás fuera por el peso y la incomodidad de tener que portar sobre los hombros los maderos, que aunque no eran muy pesados, eran piezas de seis a ocho varas que incomodaban el paso por entre las malezas del camino, hasta llegar a la playa, adonde llegamos con la pleamar, por lo que hubo que esperar unas cuatro horas para acercar al costado los listones. El Capitán quedó más tranquilo cuando vio llegar la expedición al completo con las piezas cortadas y listas para montar, si las medidas se hubieran tomado correctamente.

Mientras Downfelt esperaba el regreso de la expedición, ya había comenzado a aplicar el betún de calafateado entre las juntas de las cintas del forro que habían sido dañadas durante los trabajos de rascado de caramujos y algas, a excepción de las zonas en donde se iban a cambiar las cintas traídas desde el aserradero. El olor del calafate se sentía por los alrededores de toda la playa, por lo que en ocasiones se podía ver a algún nativo escondido entre los ramajes de los límites de la playa, atraído por el olor del betún o en el peor de los casos, agredirnos, al considerar que no éramos más que un buque negrero, que venía a robar sus cuerpos y por consiguiente sus almas.

A pesar de todos los inconvenientes hasta la fecha, los trabajos se iban realizando dentro de los plazos que Downfelt había calculado, ahora vendría el trabajo más comprometido, el de desclavar las cintas del casco y ajustar las nuevas para fijarlas y clavarlas en sus anclajes en las cuadernas y vagras de anclaje teniendo que estopar las juntas entre cintas con las estopas de cáñamo debidamente impregnadas del pegajoso betún para conseguir la estanquidad del casco, tanto por fuera del forro exterior como por dentro del buque.

Dos mareas duraron los últimos trabajos, hasta terminar de carenar el casco y aplicar la resina caliente por todo el forro de la obra viva, resina aplicada en la bajamar, con apenas tiempo para conseguir su secado antes que comenzase de nuevo a subir la marea, el Capitán permaneció otra marea completa para poder aplicar otra mano de resinas para mejor conservación del maderamen, mientras tanto, con la marea llena, los carpinteros se afanaban en comprobar que no hubiera filtraciones del agua de mar.

Había llegado el momento de dejar el fondeadero, los plazos previstos por Downfelt para estas operaciones se habían alargado tan solo por una marea, por lo que se sentía satisfecho demostrándolo a toda la tripulación, pensaba que el ron embarcado en Matosinhos, del que todavía le quedaban dos barricas, había hecho su cometido. Por su parte Martín ya estaba pensando en preparar un asado con “dos peniques” que ya se pasaba de peso y era recomendable sustituirlo por la torpeza que ya mostraba en sus movimientos.

Downfelt esperó a la segunda pleamar con luz de día. La maniobra comenzó con todo el velamen arriado, mandó arriar los dos chinchorros con sus ocho hombres cada uno y cada piloto de mar al mando, para trasmitir sus órdenes a golpe de silbato.

Chinchorros colocados por la popa, para tirar del bergantín por cada aleta y a golpe de remo a partir del momento en que la marea reflotara al bergantín, poder ayudar a alejarlo de la playa, aunque verdaderamente el que sacaría el velero del fondeadero sería el cabo del ancla de fortuna que llamaba por la popa.

Poco antes de que el bergantín comenzara a reflotar, ya se había hecho firme un virador para llevar el cabo del ancla al cabirón, enrollado sobre los guardainfantes, y a su orden comenzar a virar los espeques dentro de sus bocabarras.

No tardó mucho el bergantín en reflotar, los tangones que se habían colocado al costado para mantenerlo adrizado en la playa cayeron y a partir de este momento con el cabo del ancla tenso en el cabirón, los marineros abrazados a los espeques, comienzan a girar lentamente la madre del cabirón, arrastrando hacia popa el bergantín, a pesar de la cama que la quilla había hecho en la arena de la playa durante todo este tiempo varado.

Cuando el ancla zarpa del fondo, es cuando los cabos de los botes a golpe de silbato, en un acompasado paleo, el bergantín se va moviendo y alejando poco a poco de la playa, hasta que Downfelt ordena embarcar los botes y comenzar la maniobra de alejamiento del fondo arenoso, con toda la tripulación a bordo, manda abroquelar velachos para hacer caer la proa a la buena y salir con seguridad hacia el puerto de Cabinda, un poco más al sur.

Comentarios recientes

05.10 | 14:38

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